LOS EROGLÍFICOS DE RUBÉN RODRÍGUEZ

© Noel Alejandro Nápoles. 2021

…¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo?…
Fulcanelli 1

Alrededor del año 3300 a.C., surgió la escritura en Mesopotamia. Doscientos años más tarde, aparecieron en Egipto lo que los griegos denominaron jeroglíficos, por considerarlos una escritura sagrada. Allí el oficio de escribir se reservaba a los sacerdotes, hombres acostumbrados a lidiar con lo sobrenatural y capaces de rimar los signos grabados en el barro o tallados en la piedra. Escribir era un modo de invocar las voces del Ayer y de convocar los oídos del Mañana, lo que significa que la palabra tenía poder sobre la muerte y el tiempo. Poco a poco, el lenguaje se fue simplificando y se fue haciendo cada vez más abstracto. La imagen gráfica cedió a la sílaba y la sílaba a la letra. Si para dominar los jeroglíficos era preciso memorizar setecientos dibujitos, con la aparición del alfabeto fenicio, hacia el año 1100 a.C., bastaba combinar veintidós letras para formar todas las palabras.

El siglo XX potenció, en las artes visuales, la subjetividad y la búsqueda de las esencias. Algunos artistas incluso llegaron a crear lenguajes tan originales que, en ocasiones, subieron la escalera que va del pictograma a la sílaba y de la sílaba a la letra. Hubo pintores y grabadores que depuraron tanto su lenguaje que en su obra se aprecia el viaje del todo a la parte y de la parte al signo. Es, supongo, la consecuencia natural del proceso íntimo de creación de un lenguaje estrictamente personal. Kandinsky, por ejemplo, fue del impresionismo a la abstracción, creando un lenguaje a veces lírico, a veces geométrico; Picasso simplificó la figura del toro del Guernica, hasta dar con su diseño fundamental; Duchamp armó el Gran Vidrio a base de símbolos recurrentes (la Novia, los solteros, etc.) que aún hoy esperan ser descifrados; y Kosuth tradujo el objeto físico en imagen fotográfica y esta en concepto escrito.

Ante la obra gráfica de Rubén Rodríguez (Cárdenas, Matanzas, 1959), me siento como el lingüista que contempla impotente los misteriosos signos de Mohenjo Daro. El bosque de su subjetividad, allí donde aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche2, sigue siendo un arcano para mí. Y es que lo bello, cuando es indescifrable, se torna terrible.

La figuración de Rubén, tanto en el grabado como en la pintura, desborda la terminología al uso porque es un mensaje cifrado. Él, como dijera Rufo Caballero, hizo del cuerpo humano una catedral,3 y ya se sabe que para decodificar el misterio de las catedrales hay que consultar al no menos enigmático Fulcanelli. Vale resaltar la coincidencia de que aquí hablamos de jeroglíficos egipcios y que, para Fulcanelli, la catedral entera no es más que la glorificación muda, pero gráfica, de la antigua ciencia de Hermes…4, “el tres veces grande”, quien se dice sintetizó la sabiduría egipcia y griega en El Kybalion.

Cabe, no obstante, la opción de asumir que no hay nada que descifrar sino más bien paladear otra forma de mirarnos a nosotros mismos. El arte no está en qué se dice sino en cómo se dice. Pero ¿qué ser humano puede sustraerse del deseo irresistible de entender un mensaje secreto? Los antiguos aztecas empleaban el vocablo tlacuiloa, que significa “escribir pintando” o “pintar escribiendo”. Y yo pienso que algo de Quetzalcóatl –la Serpiente emplumada– anida en el dibujo del cardenense: su línea sinuosa no repta, vuela; no es huella de vientre que se arrastra sino batir de ala elegante y poderosa. En dos palabras, no es cóatl sino quetzal. Esta línea desenfadada y espiritual compensa –como dice Virginia Alberdi5– la composición cargada de tensión y de erotismo.

Los personajes de Rubén, más que cuerpos desnudos son almas vestidas, orgullosas de su anatomía otra, carente de desequilibrios y desarmonías. En su reino, las fronteras se disuelven y las carnes transparentes se interpenetran fluidamente. Todo lo sólido se desvanece en un cuadro de Rubén. Él deconstruye la anatomía humana de manera eidética, como quien intenta preservar a toda costa su quintaesencia, haciendo de su obra un soberbio ejercicio fenomenológico. Rubén se adentra en su objeto, tomando distancia de él. Sus figuras son metonimias del hombre y la mujer, son partes que sugieren el todo.

En una obra suya, por ejemplo, puede aparecer la siguiente escena: de un lado, un brazo cuyo deltoide culmina en dos senos, se transparenta sobre una pierna flexionada, y ambos se conectan, respectivamente, con la pierna y el brazo que están del otro lado. Allá la brazierna, acá el pierazo, cual sílabas torcidas de la palabra humana. Al centro de la pieza, las extremidades entrelazadas amagan un rectángulo irregular. En la diagonal que va del borde inferior izquierdo a su opuesto, la línea nítida del dibujo se va enrareciendo a medida que se extrapola, generando en ambos extremos zonas oscuras. Así, en el origen de la brazierna, dos senos manan hilillos de noche y, en la articulación del pierazo, la oscuridad parece dibujar un gato. ¿Serán los polos de la Fortuna? ¿Acaso la Vida y la Muerte, liadas en torno a la serpiente infinita que se muerde la cola?

Los personajes de Rubén adolecen de cabeza, que es signo de identidad. Eso me obliga a mirar más allá de las apariencias, a buscar más allá de las figuras mismas y me hace privilegiar, no la identidad, sino la contradicción en mi enfoque.

Cuatro extremidades, dos cuerpos, una relación son quizás cuatro letras, dos sílabas, una palabra. De manera que Rubén deconstruye cuerpos para construir relaciones. Sus fragmentos callados hablan de un entero. Sus identidades perdidas conducen al contrapunto que distingue al ser humano en sí mismo y en su relación con el otro. Las suyas parecen anatomías pero son antinomias. Rubén dibuja la paradoja desafiante que somos, ese oscilar constante entre el ángel y el demonio, que define la condición humana. Su alfabeto está hecho de brazos y piernas, senos y sexos, torsos y nalgas, manos y pies que se combinan con cierta libertad para formar sílabas insólitas -como la brazierna o el pierazo- y palabras impronunciables. Todo ello en función de un poema engañosamente sencillo pero profundamente humano.

Sin dudas, Rubén es un tipo campechano con una obra muy seria. A la manera del sacerdote egipcio, sus trazos riman lo invisible y le ponen voz a la esencia humana. La diferencia consiste en que si el sacerdote egipcio, al convertir sus vivencias en signos misteriosos, traducía lo profano en divino, el cubano, al darle un matiz erótico a la relación humana, transmuta lo divino en profano.

Así me hablan sus piezas, aunque sé que sus hallazgos visuales son refractarios a la lectura unilateral, llana, agotadora. Precisamente lo atractivo de su escritura plástica es la polisemia. Yo sólo me atrevería a subrayar la sintaxis de su lenguaje y a lo sumo el tema recurrente en sus sobrias melodías. En cambio su sentido es algo que depende de cada espectador.

Lo que sí parece innegable es que estos grabados eróticos, estos eroglíficos constituyen metáforas vitales de la antinomia humana. Rubén Rodríguez contempla el cuerpo desde la orilla del alma. Y lo hace como el viajero inmóvil que ha aprendido el arte de caminar sentado, ése que consiste en reconocer el más allá en nuestro más acá, porque –mirándolo bien- también nosotros somos el horizonte del horizonte.

1 El misterio de las catedrales. La obra maestra de la hermética en el siglo XX. Random House Mondadori, S.A., Barcelona, 1993, p. 57
2 La metáfora es de Henry James Sr fue puesta por José Donoso como epígrafe de su novela El obsceno pájaro de la noche.
3 Catálogo de la expo Amuletos, realizada en el Palacio de Lombillo, del 28 de marzo al 28 de abril de 2006, durante la Novena Bienal de La Habana.
4 El misterio de las catedrales, p. 82.
5 Catálogo a la expo “Camas ocupadas”, celebrada en la galería Orígenes del Gran Teatro de La Habana, entre octubre y diciembre de 2008.